La consagración del espacio
por Paul Pfister – Zúrich, 2004
Restaurador Museo de Arte, Zúrich
!Cómo realizar un comentario sobre una pintura que, de atrevernos a contemplarla,
produce la sensación de que un torbellino nos absorve! Recién liberados de la
pesadilla, sabemos de espacios que se retraen y contraen inexorablemente. !Sin
embargo aquí sucede lo contrario! En el interior del espacio delimitado por el marco del
cuadro, se nos abren vastedades hasta ahora insospechadas, si bien a primera vista se
tenga la impresión que éstas se ciñen a lo objetivo. – Qué ha sucedido? Pues que
hemos hallado la obra pictórica de Mario Pérez.
Una experiencia dolorosa de nuestra época es la de tener que constatar que creemos
disponer de los espacios por el simple hecho de estar en capacidad de medirlos de un
extremo a otro. Al hacerlo nos asalta, de manera totalmente consciente, la sensación
de contracción ininterrumpida del espacio vital. Al contemplar las pinturas de Mario
Pérez , resulta imposible definir un límite a su profundidad, a la vez que
experimentamos cómo el apego a la superficie terrestre, a la tierra misma, considerada
como la referencia concreta que nos hubiera ofrecido una arquitectura tradicional de
imágenes, simplemente desaparece y nos elude. Contemplándolas, es posible
experimentar el paisaje recreado de manera semejante a lo que veríamos realizando un
vuelo a baja altura, en el cual fuese necesario poner toda nuestra atención para no
entrar en contacto con la superficie. Un impacto con la misma materia sería la
consecuencia inevitable.
Sin referirnos de manera particular a la pintura paisajista o naturalista, esta obra artística
se considera como algo desueto y en trance de desaparecer. Por esta razón, el hecho
de destacarse para lograr imponer una nueva objetividad a partir de imágenes de un
mundo que se derrumba, requiere de mucha temeridad. De un acontecimiento similar,
en otras épocas, se habría afirmado con admiración: „Las flores despertaron de su
sueño invernal.“ Un ser humano contemporaneo deberia replicar a esto:
!Qué insolencia!. Ante nuestros ojos se presentan, de pronto, pinturas monumentales
que sobrepasan y sobrecogen al observador, como si por última vez fuésemos dignos
de recibir el obsequio de un espacio pleno de contenido.
El espacio fue siempre privilegio de los espíritus libres. Para qué recurrir a metros y
teodolitos? Será, acaso, que la humanidad insiste en levantar prisiones a su alrededor,
empleando para ello incluso sus propios pensamientos, su propia visión? Las religiones
predican los actos de escuchar y de creer como indispensables para abarcar la
existencia y, de este modo, evitar sentir y ver los barrotes de la prisión erigida.
Si la pintura paisajista tuviese que reemplazar las religiones*, surge entonces la
pregunta de por qué algo así no ha sucedido ya hace mucho tiempo. Han pasado
sucesivamente diferentes corrientes artísticas como el Realismo, el Impresionismo y el
Nuevo Positivismo mientras que el paraíso anhelado se ha alejado aún más de
nosotros. Occidente pregoniza incesante: „Tu reino está aún por venir.“ Todos nosotros
deseamos ese reino, así sea uno más bien estrecho, pero en el más allá. Además de
que ese reino ya es de por sí reducido, pretendemos conquistar el espacio restante
aquí en la Tierra, !por medio de aviones, máquinas perforadoras, con bombas y con
pinceles!
Independientemente del lado al que el ser contemporáneo dirija su mirada, siempre se
encuentra con muros. La continuidad y el espacio se han disociado casi del todo entre
si. Sin embargo, comienza a surgir una luz a través del regreso a la belleza inherente a
las manifestaciones sencillas e imponentes, primero de manera imperceptible, pero
muy pronto de manera apremiante, capaz de llenar todo de sentido, tiempo y espacio.
Las perspectivas sucesivas y estratificadas de las pinturas de Mario Pérez prolongan la
contemplación misma hasta convertirla en un anhelo nostálgico de un tiempo sin final,
infinito, remitiéndonos – por consiguiente – a la espera de promesas nunca redimidas
hasta ahora. Cada pintura, cada cuadro, se convierte en un espacio de resonancia para
la esperanza.
* Philippe Otto Runge escribió a su hermano Daniel en febrero de 1802: „ Nos
encontramos en la frontera de todas las religiones, todo se convierte en paisaje, no
viviremos más la bella época de ese arte, pero ofrecemos nuestra vida para poder
evocarla de una manera real y verdadera.“.
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Mario Pérez
por Peter Nathan - Zurich, 1996
Galerista y coleccionista
Colombia es una tierra que a nosotros, enraizados en la vieja Europa, nos entrega
nuevos conocimientos y un sentimiento de vida desconocido. Unidos por fortuna de
manera familiar con ésta tierra y en calidad de viajeros de largo aliento y trotamundos,
hemos tenido la oportunidad de profundizar en su espíritu y en su ritmo de vida.
Una mirada profunda en la belleza de Colombia nos la proporcionan las pinturas de
Mario Pérez. Desarrolladas con lentitud que podemos sentir, la misma lentitud con que
conjuga armonía y firmeza. ¿Quien necesita en Villa de Leyva, la tierra de donde es
oriundo y en donde la mayoría de sus pinturas se han originado, un reloj? Si alguien
tiene uno, puede prescindir de él. Y como si pretendiera otorgarle a la lentitud y a lo
inalterable un toque aún mas particular, siempre están presentes en sus pinturas las
piedras. Ellas son el soporte de sus pinturas, contrarrestan eficaces cualquier asomo de
falsa ligereza.
Mario Pérez reproduce la ausencia del tiempo y la cadencia de un paisaje, es esto lo
que hace de su obra algo entrañable en el recuerdo.
Con respecto al arte europeo y americano de nuestros dias no hace falta tender un
puente. Nos vemos confrontados a reencontrar una marcha y un ritmo perdidos para
nosotros. sus pinturas nos recuerdan a Corot, Courbet y a Daubigny, quienes no
conocian nuestros relojes precipitados. Desde entonces, en nuestro mundo precipitado
hacia el futuro, nosotros hemos cruzado docenas de estaciones, tan rápido, que hoy
en dia a duras penas logramos saber hacia donde nos llevará esa espiral.
Feliz aquel que no esta esclavizado por la rasante velocidad del mundo occidental,
aquél que a su lado consigue alcanzar una armonía entre alma y naturaleza para
convertirla en fuente de creación artistica.
Las pinturas de Mario Pérez poseen una presencia impactante; una vez percibida ésta
fuerza no es mas posible sustraerse a ella. No visito ninguna academia y las teorias le
son ajenas. El pinta a partir de su interior, como le corresponde. Y cuando nosotros los
europeos detectamos en su pintura una resonancia del siglo 19, éstas relaciones no
son conscientes sino parentescos de alma. Profundidad y diafanidad son los tonos
fundamentales de su pintura; es maravilloso vivir con sus pinturas.
Y Mario suele además sorprendernos al enfrentarnos de pronto a un toro ensillado y
con cuernos poderosos. Agarrado de un aro, cuelga una oreja y tambièn su mirada; su
alma en pena encuentra un destino. Eso es lo maravilloso en el arte de Mario Pérez
algo ya intuido para nosotros en los paisajes pero logrado aquí aún con mayor
expresividad. El esta capacitado para abarcar la realidad, esa misma que todos
conocemos en su mas profunda escencia; logra otorgarle una mayor intensidad y
recrearla de una manera continua. El ve la belleza, la escencia de aquello al lado de lo
cual pasamos sin caer en cuenta y nos obsequia ésta densa naturaleza una segunda
vez.
También nos vemos sorprendidos por un lavamanos con una toalla colgada a un lado,
sobre ellos como en un "intermezzo" de colores aparece un gabinete. Al verla
evocamos una puerta de hierro, un balcón sobre un muro derruido, o una piedra
solitaria. El pincel de Mario Pérez ejecuta una metamorfosis con cada objeto. Lo común
se transforma en algo que vale la pena preservar, adquiere una dignidad y una
duración.
La pintura de Mario Pérez quire ser descubierta. La belleza nos sale al encuentro en
cada momento. El consigue retenerla para nosotros.
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Presencias Naturales
por Mauricio Cruz– Bogotá, 2011
Sin más intermediarios que las pinturas de su padre, Mario comenzó por ver lo que había entre las constelaciones y las piedras, el paisaje familiar que conoce muy bien su paleta: la escritura evanescente de las nubes, la complicidad de los árboles y el viento, el aspecto concreto, el color, la secreta relación entre las cosas, el juego cambiante de la luz sobre la rugosidad de las montañas, la emotividad de los efectos atmosféricos, y el tiempo que regresa, como el agua, circular, siempre renovado. Es decir, el espectáculo del mundo, y sin gente. Como el poeta, siempre vio el paraiso ( o prefirió verlo ), a diferencia de pintores como Lucien Freud que prefirió ver el cuerpo desnudo ( o no pudo evitarlo ) marcado con todos los enigmas y tragedias de lo humano.
Colombia ( Villa de Leyva ), Suiza ( Sala Capriasca ), dos territorios montañosos en los que cuales reside, pues no sólo los pinta sino que también vive en ellos. Primero, la tradición iniciática del paisajismo colombiano, la Escuela de la Sabana ( vía paterna ), y su experiencia vivencial sobre el campo Boyacense. Después vino Europa, los museos y los sitios: Caspar David Friedrich ( primordialmente ), Alexandre Calame, Caspar Wolf, Ferdinand Hodler, los misterios del paisaje romántico alemán y su relación con el naturalismo de la escuela de Barbizon: Daubigny, Rousseau, Constable ( la carga expresiva del cielo ), Corot; y también, cómo no, Courbet y su vigoroso realismo de carácter alegórico. Y ahora, siglo XX, en otro registro, Chillida y Joseph Beuys, un español y un tedesco, ambos escultores, artistas donde el mundo natural adquiere dimensiones más palpables, pero también, más abstractas. El hecho es que una afinidad substancial lo une a todos ellos, pues para Mario pintar es tocar las cosas, decir esto es esto, y no aquello; trascenderlas materialmente, casi sin metáforas.
En sus pinturas más recientes se propone un viraje significativo, tanto temática como técnicamente. La mirada desciende desde el horizonte proyectado de las panorámicas anteriores abandonando la distancia para venir a ocuparse de los primeros planos. Lo que vemos ahora es agua, piedras, follaje apretado. El río que baja entre rocas como una serpiente translúcida, deslizándose inquieta y ruidosa por las líneas de menor resistencia, corriendo por los rápidos sobre piedras rodadas para disolverse luego en los remansos ( el río encajonado entre piedras masivas, extrañas, levemente antropomorfas ), transparentando el reflejo del cielo sobre un fondo arenoso de sienas y ocres oxidados.
Y como el tema es definitivamente acuático, tambien ha pintado el agua inmensa, azul sobre azul, nube contra espuma ( umbral reincidente de las olas ); el mar que no ha logrado, en cambio, abandonar su horizonte.
Frente a las aguas movidas, corrientes, la superficie del cuadro se hace más directa. El cauce del río y el rorschach sugestivo del follaje determinan la dirección de las pinceladas, ahora más expresivas y urgentes. El bastidor adopta otro formato, otro espacio, y la pintura ‘del natural’ ( la cacería ) se traduce en un combate de elementos. Como si de la amplitud meditativa de los paisajes transfigurados de Friedrich, pasáramos a una pintura más íntima, de parajes ocultos.
‘La trucha’ de Courbet? –esa pintura directa y enigmática. La presencia de algunos peces que nadan como signos suspendidos parecería indicarlo. Peces que se asoman a las grutas, a las hendiduras, a las fuentes; es decir, al ‘orígen del mundo’ ( la otra del pintor francés; imagen esencial, y por eso tabú ), ''ahí donde el inconsciente encuentra ocasión de manifestar en evidencia todo un simbolismo camuflado. Como aquel cazador distraido que se fue acercando, sin saberlo, al espejo de Diana; la virgen diosa de los bosques, los animales y las aguas. Pues en esos parajes tupidos el encuentro fortuito, la cita con ‘aquello’, no puede ser otra que mirada sobre mirada, flecha sobre cuerpo.
Tenemos entonces, primero: la nube flotante, los algodones cromáticos, la niebla; las grisallas mojadas, la gama dorada y plomiza de los vapores atmosféricos; los desiertos rocosos, el perfil de las montañas, las poblaciones dormidas, incrustadas. Y ahora: los cristales salpicados del primer plano, las piedras amorfas, los espejos. Una mirada intrigada que regresa ( como el salmón ) a los nacimientos del agua.
“.
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Elogio del horizonte
„Solo por el arte se desvela el sentido para la naturaleza“ Carl Gustav Carus
Colombia debe ser un país espacioso, con un horizonte extendido y un cielo grande, fuerte y alto.
De vez en cuando hay nubes que esconden el sol. Cuando las nubes yacen pesadas sobre el paisaje,
parece anunciarse la lluvia. Hay montañas, tal vez no muy elevadas, más bien llanas, que separan el
cielo de la tierra. Uno puede husmear el paisaje, oír ruidos. Uno podría caminar por horas y no
encontrar a nadie. Solamente vivir el cambio de las horas del día y de las estaciones del año,
mirando el cielo nocturno, vivir la salida del sol, huir de una tormenta. Es así entonces en los
Andes, en los alrededores de Villa de Leyva, a 2143 metros sobre el nivel delmar. ¿Es que ya
estuve en Colombia, en este país sobre el cual leía ante todo en la prensa?
Puedo viajar ahí con los ojos – y estar allí como si estuviera de veras, gracias a la intensa atmósfera
de los cuadros de Mario Pérez. Parece compenetrarse con los paisajes que pinta. Los conoce en
todos sus matices y cambios. En Villa de Leyva se crió y, viviendo ahora en el Ticino, siempre
vuelve allí. El paisaje lo tiene – y él tiene al paisaje. Comparte con él el horizonte que determina sus
composiciones, que sea en Colombia ó en el Ticino, donde no pinta las montañas como macizos
pesados, sino con cierta ternura - ¿podría ser esto un reflejo del paisaje colombiano?
Uno podría fácilmente decir que Pérez es un romántico. Sus paisajes vacíos de seres humanos, pero
nunca desiertos, hablan de lo intemporal. Son metáforas para un estado de la creación en el que el
hombre aún no ha intervenido. Sin embargo, las pinturas no son planteadas como metáforas, sino
que el artista pinta in situ. Es en este sentido un pintor de la naturaleza sin ser un naturalista. De
hecho habla de la composición de las pinturas, de la idea de que el horizonte es la imagen y su
estructura. También afirma que ciertas atmósferas le interesan mucho más que algunos detalles.
Entonces es un romántico, pero en el mejor sentido de la palabra, y un tradicionalista en lo que se
refiere al oficio. Lleva adelante una tradición de la pintura colombiana, marcada por nombres como
Eugenio Peña, Ricardo Borrero Álvarez y Jesus Maria Zamora. Pero sus cuadros también recuerdan
a Caspar David Friederich – en su composición simétrica, pero nunca estrictamente geométrica y en
el manejo a veces dramático de la luz, aunque Pérez usa formatos bastante más grandes y así
trasforma el paisaje no tanto en un espacio interior, sino en un amplio panorama. También es
romántica la función de las nubes, cuyo cambio rápido contrasta con el rasgo térreo del paisaje; en
las nubes juega la luz. Era esto exactamente lo que también interesaba a Friederich y su
contemporáneo Carl Blechen, quien hizo toda una serie de nubes – un genero que también hace
parte de la obra de Pérez – en todas las otras tradiciones de pintura de paisajes del siglo XIX, de
Gustave Courbet hasta Jean-Baptiste Corot y la escuela de Barbizon, en la cual la pintura al aire
libre se puso en el centro de la expresión artística.
Otra asociación nos lleva a Suiza, al domicilio de Mario Pérez. Las atmósferas y el manejo de la luz
e ilustraciones de árboles que recuerdan la pintura de Robert Zünd. Y así se tendría un arco audaz
hasta Burgdorf: a Franz Gertsch.
Konrad Tobler, historiador de arte, Berna
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